Un recorrido por la historia del stress, su biología y su impacto en el cuerpo
- Ana Ricci
- 4 abr
- 2 Min. de lectura
Aunque hoy el estrés parezca una palabra cotidiana, no siempre formó parte de nuestro lenguaje. Durante siglos, las personas hablaron de nervios, angustia, cansancio o melancolía, pero el concepto de “estrés” como lo entendemos hoy no existía formalmente hasta mediados del siglo XX.
El primer gran paso para comprenderlo fue dado por el médico y fisiólogo Hans Selye en los años 1930. Mientras estudiaba los efectos de ciertas hormonas en ratas de laboratorio, notó que, independientemente del tipo de estímulo que recibieran (frío, calor, dolor, ayuno), todos producían respuestas similares en el cuerpo: inflamación de las glándulas suprarrenales, debilitamiento del sistema inmune y úlceras. A eso lo llamó Síndrome General de Adaptación, y en 1956 publicó su libro “The Stress of Life”, donde por primera vez presentó al “estrés” como una respuesta fisiológica a demandas del entorno.

Desde entonces, el concepto de estrés fue creciendo. Comenzó a relacionarse con el estilo de vida, con la presión social, con el trabajo, y se comprendió que no era solo algo físico, sino también emocional y mental. En la actualidad, el estrés es reconocido como una de las principales causas de desequilibrio en la salud global.
Pero… ¿qué es exactamente el estrés?
Desde el punto de vista biológico, el estrés es una respuesta natural del cuerpo ante una situación que percibimos como amenazante, desafiante o exigente. Es una activación del sistema nervioso que prepara al organismo para reaccionar: luchar, huir o adaptarse.
Cuando algo nos estresa, el cerebro (particularmente el hipotálamo) activa una cascada hormonal que incluye la liberación de adrenalina y cortisol, conocidas como las “hormonas del estrés”. Esto provoca varios cambios:
– El corazón late más rápido
– La respiración se acelera
– Los músculos se tensan
– Aumenta la glucosa en sangre
– Se inhiben funciones no esenciales (como la digestión o la inmunidad)
Todo esto tiene sentido si hay un peligro real. El problema aparece cuando este estado de activación se sostiene en el tiempo, como sucede hoy frente al ritmo acelerado de vida, la sobreexigencia, las preocupaciones constantes y la falta de descanso profundo. El cuerpo, que está preparado para activar el estrés en momentos puntuales, se queda en modo alerta… y eso desgasta.
A largo plazo, el estrés crónico puede generar desequilibrios importantes: insomnio, ansiedad, irritabilidad, contracturas, problemas digestivos, fatiga, debilidad inmune y dificultades para concentrarse o tomar decisiones. Y lo más importante: desconexión del cuerpo, del presente y de uno mismo.
Por eso, hablar de estrés no es hablar solo de una respuesta biológica. Es hablar de cómo vivimos. De cómo nos tratamos, cómo respiramos, cómo descansamos, cómo sentimos.
Y también de cómo podemos volver a habitar el cuerpo con más calma, reconectar con lo esencial y recuperar la energía que el estrés consume.
Hoy, más que nunca, aprender a reconocer el estrés no es una moda:
Es una forma de cuidar la vida desde adentro.