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Cuando la mente nos domina

  • Foto del escritor: Ana Ricci
    Ana Ricci
  • 9 jul
  • 2 Min. de lectura

Hay pensamientos que repetimos en silencio, una especie de eco antiguo.

Palabras que nadie dijo, pero que quedaron grabadas.

Miedos que no se ven, pero dirigen.

Juicios que se disfrazan de verdades.


Esa es la mente cuando no está en actitud del momento presente: una maquinaria incansable que interpreta, anticipa, compara y recuerda… y muchas veces, en automático, hiere, nos hiere.


Una mente no vigilada es como un río desbordado. Puede arrasar con nuestra calma, tergiversar la realidad, hacer de una herida un abismo, de un silencio un rechazo, de un error una condena. Puede inventar enemigos, proyectar inseguridades, buscar amenazas donde sólo hay incertidumbre.


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Y lo más inquietante: puede disfrazarse de nosotros mismos.


Porque el enemigo más difícil de reconocer no está afuera, sino adentro: es esa voz interna que no cuestionamos, ese relato que repite “no sos suficiente”, “esto va a salir mal”, “ya te pasó antes, va a pasar de nuevo”.


Pero la mente no es el problema. El problema es la desconexión. Olvidarnos de que NO somos la voz, sino quien la escucha. Que tenemos la capacidad de traer conciencia, de mirar con claridad, de encender la luz, y también de apagarla.


Vigilar la mente no es controlarla ni callarla. Es aprender a observarla. Es cultivar presencia. Es elegir qué pensamientos merecen un lugar en nuestro interior, y cuáles no. Es detener la cadena reactiva y preguntarnos: ¿esto que estoy pensando… es verdad? ¿es útil? ¿es mío o lo heredé?


El primer paso hacia una vida más liviana no siempre es cambiar lo que nos pasa, sino cómo lo pensamos. Porque lo que no se observa, se repite. Y lo que se observa con amor, se transforma.


La mente puede ser nuestra mayor aliada o nuestra peor prisión.

La diferencia está en la conciencia con la que habitamos cada pensamiento.

 
 
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