La línea invisible entre el bien y el mal
- Ana Ricci
- 20 ago
- 2 Min. de lectura
Hay un terreno sutil, casi imperceptible, donde el bien y el mal se tocan. Una frontera etérea que no está dibujada con tinta ni piedra, sino con percepciones, creencias y contextos. A veces creemos caminar del lado correcto, pero… ¿quién lo decide?
Desde que nacemos, el mundo nos ofrece –o impone– una serie de normas, valores y etiquetas que nos dicen qué está bien y qué está mal. Nos educan para encajar. Nos enseñan a juzgar, primero a los demás, y luego, sin piedad, a nosotros mismos.
Pero basta detenerse un momento para notar que lo que en un lugar se considera virtud, en otro puede ser pecado. Lo que en una época fue libertad, en otra fue castigo. Lo que para algunos es valentía, para otros es desobediencia. Entonces, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos del bien y del mal?
No hay respuestas simples. Solo preguntas más profundas.

¿Quién tiene derecho a señalar lo correcto en una vida que no vivió, en un cuerpo que no habita, en un dolor que no conoce?
¿Quién puede trazar una línea exacta cuando la existencia humana es tan compleja, tan frágil, tan llena de contradicciones?
Incluso en nuestro fuero interno, muchas veces no sabemos si actuamos bien. Dudamos. Nos reprochamos. Nos arrepentimos. Porque el juicio sobre uno mismo puede ser más cruel que el juicio ajeno. La autoexigencia, alimentada por ideales imposibles, nos rompe por dentro.
Y sin embargo, seguimos midiendo. Seguimos temiendo no ser “buenos”. Seguimos esforzándonos por cumplir con expectativas que quizás ni siquiera nos pertenecen.
Tal vez ha llegado el momento de dejar de buscar lo correcto como una regla externa. Porque la moral que viene de afuera, muchas veces, responde más a estructuras que a verdades. Y cuando intentamos encajar en moldes ajenos, lo que se pierde es la propia voz.
Quizás el verdadero norte no esté en lo que dictan las instituciones, los mandatos familiares, ni las modas del momento. Tal vez la única brújula confiable sea esa pequeña vibración silenciosa que sentimos dentro, cuando algo resuena con autenticidad en nuestro corazón.
¿Y cómo reconocer esa resonancia? No grita, no impone, no da argumentos. Es sutil, pero firme. Es ese instante en que algo se alinea por dentro, como si las piezas del alma hicieran clic. Una sensación íntima, casi corporal, de estar siendo fiel a uno mismo. No se trata de tener la razón, ni de que el camino sea fácil, sino de que sea verdadero.
Resonar con el corazón es sentir paz, aunque cueste. Es sentir alivio, aunque implique cambio. Es sentir que uno puede habitar la propia decisión sin disfraz, sin vergüenza, sin doblez. Es un sí interno que no necesita aprobación externa para sostenerse. Es mínimo, cabe en nuestra respiración.
Lo verdadero no siempre es cómodo, pero siempre es claro. Y a diferencia de lo impuesto, no exige perfección, sino presencia. No exige obediencia, sino conciencia.
Por eso, en vez de preguntarnos si algo está bien o mal según los ojos del mundo, tal vez la pregunta más honesta sea:
¿Esto que estoy eligiendo me hace más íntegro? ¿Más liviano?
¿Más yo?