Espacios Compartidos
- Ana Ricci
- 13 may
- 2 Min. de lectura
En toda convivencia —ya sea de amigos, colegas, grupos de viaje o vínculos familiares— pueden emerger tensiones. A veces por diferencias reales, otras por historias no dichas, por miradas que no se cruzan, o simplemente por el roce de las personalidades. Es natural. Lo humano es complejo. Y cada persona trae consigo sus propios ritmos, heridas y formas de ver el mundo.
Pero hay algo que puede marcar una gran diferencia cuando surgen esos momentos de fricción: la forma en la que elegimos responder.
Frente a los desacuerdos, es fácil caer en la tentación de buscar culpables. Señalar, justificar, repetir una y otra vez lo que “el otro hizo mal”. Pero esa actitud solo alarga el conflicto. En cambio, cuando cada uno puede hacerse cargo de su parte, incluso en silencio, algo cambia. Se abre un espacio distinto: un espacio para asumir, para reparar, para observarse.
La tolerancia no es tolerar cualquier cosa. Es tener la capacidad de reconocer al otro como distinto sin que eso nos desarme. Es recordar que no siempre tenemos que opinar. Que el silencio no siempre es indiferencia: a veces, es prudencia. A veces, es respeto.

En algunos casos, la opción más sabia no es quedarse en el centro del conflicto, sino apartarse con calma, sin rencor, sin teatralidad, simplemente para preservar la propia paz. No para huir, sino para no seguir alimentando una dinámica que duele o no construye.
Hay formas sanas de aislarse, de buscar un espacio propio. Porque cuando el entorno se carga de tensión, es legítimo y necesario elegir la distancia como forma de cuidado. Del propio y del ajeno.
Toda convivencia prolongada pone a prueba la paciencia y los límites. Por más AMOR que haya, la cercanía constante también cansa, también presiona. Por eso es tan importante aprender a retirarse a tiempo, cuando uno siente que está a punto de decir algo que no construye, cuando nota que está reaccionando desde el desgaste, y no desde el corazón.
No se trata de ganar una discusión. Lo más sabio y compasivo es preservar el vínculo.
Y más importante aún: preservarnos a nosotros mismos.
Cuidar la relación no significa ceder a todo, sino actuar desde un lugar más maduro, más silencioso, más lúcido. Elegir cuándo callar, cuándo hablar, y cuándo simplemente dejar que las aguas se calmen.
Porque la verdadera fortaleza no está en imponerse, sino en saber cuándo retirarse con dignidad y amor. Y a veces, ese gesto silencioso transforma mucho más que una discusión victoriosa.